Playa de La Concha al atardecer. Foto: Eduardo Bueso
Desde San Sebastián
Por Mikel Corcuera
Premio Nacional de Gastronomía
Es de sobra conocido que la salsa bechamel es la crema básica o «salsa madre» de las croquetas y otros numerosos fritos.
Pero sin duda lo más incierto es su origen. Las memorias apócrifas de la marquesa de Créqui, del siglo XIX, le atribuyen la creación de esta salsa a Louis de Béchameil, marqués de Nointel, (1630-1703). Quien ocupó el cargo de mayordomo en la corte de Luis XIV. Era, sin duda, un auténtico gourmet y un caballero de gustos y modales extremadamente refinados. Fue además un financiero importante y, según el pensador y socialista utópico Saint-Simon, «amante de la pintura, de las piedras preciosas, de los bellos edificios, de los jardines y de la buena mesa». Y es que a Louis de Béchameil también se le ha atribuido (un tanto legendariamente) la invención del “volován” y del “ragout à la financière”.
Posiblemente la salsa en cuestión se trata de una receta antigua, perfeccionada por su cocinero, quien posteriormente se la dedicó a él, como era costumbre en aquella época. Por otra parte su originario nombre Béchameil aparece transformado en Béchamelle en el libro de Vincent de la Chapelle «Le Cuisinier moderne» de 1735, perdiendo la mayúscula a finales del siglo XVIII, por lo que desde entonces la conocemos como béchamell o béchamel.
En la antigua receta no figuraba la leche, pero sí un fondo de jugo de ternera, que hoy ha desaparecido (si no es como mero complemento). Un contemporáneo de Béchameil, pero bastante mayor que él, el duque d´Escars, hombre corroído por la envidia, hacía este malévolo comentario al respecto de la invención de esta salsa por el marqués: «¡Está feliz, ese pobre Béchameil! Yo he hecho servir lonjas de pechugas de ave a la crema más de veinte años, antes de que él viniese al mundo y, ya veis, nunca he tenido la felicidad de poder dar mi nombre a la más humilde salsa».
De todas formas de entre las diversas teorías sobre su origen que tiene más consistencia es la que se le adjudica su creación al chef François Pierre de la Varenne (1615-1678) cocinero de Luis XIV y contemporáneo de Béchameil, fundador de la cocina clásica francesa. Escribió el libro Le Cuisinier François en 1651 (obra clave que señala el paso de la cocina medieval de antaño a la alta cocina moderna) y donde indudablemente por primera vez se tiene constancia escrita de esta receta, la cual llevaría el nombre como una lisonja al influyente marqués. Sea como fuere ahí permanece impertérrita esta receta siglos después. Se atribuye a Paul Bocuse una frase que fue todo un símbolo de cómo las ideas reformadoras de la Nouvelle Cuisine no podían desconocer la cocina «de siempre»: «Todo cocinero que se precie debe saber hacer una bechamel, aunque nunca la utilice».
Se puede llevar más lejos la cosa en el terreno práctico. Cuando se inaugura una taberna de corte moderno, o sea, de mucha espuma, foie gras y esferificaciones, «la prueba del nueve» que se suele hacer, por supuesto, de forma discreta y anónima, es la de pedir dos cosas aparentemente bien simplonas e inocentes: un pincho de tortilla de patata y una croqueta (o algún frito que lleve bechamel). Suele haber más llantos que risas. Pues bien, pese a ser una de las salsas más hogareñas que existen, se ha perdido, por el apresuramiento del mundo actual, una de sus condiciones básicas: la paciencia. O sea, mucha muñeca y tiempo. Otra cosa son las elaboradas con modernas gelatinas. Que son, sin duda, cremas fluyentes y maravillosas pero no tienen el toque artesanal bastante más dificultoso de las bechameles tradicionales.
Texto: Mikel Corcuera. Fotos: Eduardo Bueso. Texto y fotos: copyright
Cena en el Hôtel du Palais de Biarritz. Foto: E. B.