Típicos calçots servidos sobre papel de periódico en una teja (Foto: Eduardo Bueso)
Desde San Sebastián
Por Mikel Corcuera
Premio Nacional de Gastronomía
Hemos hablado tantas veces de las parrillas de pescados y carnes que conviene que echemos el ojo a una modalidad de la purificadora brasa: la calçotada.
Asociada a una verdura muy concreta y a una población tarraconense: Vals. Allí se celebra la temporada de los calçots y su festín popular, la famosa calçotada, en el que se asan a la brasa, miles de estas cebolletas por toda la ciudad y al aire libre. La fecha también es la misma: desde diciembre hasta abril (dependiendo de la climatología).
El porrón nunca puede faltar en una típica comida de calçots (Foto: E. B.)
Tenemos que añadir que en cuatro comarcas de Tarragona es donde se concentra la producción, pero en Aragón también hay agricultores que los trabajan. Por ejemplo, en Utebo, en Garrapinillos o en el barrio de San Gregorio. En Aragón siempre se las ha conocido como “cebollas babosas« y según los expertos (no vamos a entrar en discusiones, porque sobre gustos no hay nada escrito) son de más calidad que las que llegan de Cataluña porque en Zaragoza el invierno es más crudo y el resultado es una cebolleta tierna muy dulce.
Ciñéndonos a Zaragoza, hay varios restaurantes que las ofrecen, como por ejemplo, Maza Etxea, El Foro y El Mirador Cabezo Buena Vista.
Cartel anunciador de la temporada de calçots a la brasa. En este caso en el merendero Cabezo Buena Vista de Zaragoza (Foto: E. B.)
Ante todo hay que aclarar que los calçots no son cebolletas tiernas corrientes. Son algo especial y extremadamente laborioso. La cría de los calçots necesita nada menos que año y medio. Se plantan en octubre y se trasplantan dos meses más tarde cuando los tallos comienzan a brotar. En junio o julio se recogen y guardan en sitio seco donde vuelven a germinar .En agosto o septiembre se replantan pero calzados con tierra, de ahí su nombre calçots (calçotar es calzar en castellano) y en enero se recogen ya los calçots hechos. Y posiblemente se preguntaran ¿por qué se calzan con tierra? La explicación es obvia: para blanquearlos, como se hace con el apio, la endivia, o los espárragos.
Hay un ritual muy establecido para esta peculiar parrillada. Se asan los calçots a la brasa una hora antes de servirlos. A continuación se envuelven en papel de periódico y plástico, para que conserven el calor, quedando así más blandos; la capa chamuscada de fuera se desprenderá con cierta facilidad. Por último, se sirven en la mesa amontonados en el hueco de una rustica teja de arcilla y así mantenerlos calientes.
Para comerlos también hay que seguir unas pautas muy concretas. Se toma el calçot con la mano izquierda por su extremo ennegrecido y con la derecha por el lado verde del tallo; al tirar se desprende la película chamuscada de la parte blanca. Y ésta se sumerge en una salsa similar al romesco (elaborada con tomate asado, almendras trituradas y tostadas, ajo, guindilla, vinagre y aceite de oliva) que se llama salvitjada.
Se moja en ella y echando bien la cabeza para atrás, nos los llevamos a la boca. Eso sí, casi inevitablemente te pones pringado. Para paliar algo esta situación, se suele colocar unas enorme servilleta (babero) de cuadros anudadas al cuello, pero a pesar de eso te sigues manchando y es que, sin duda, el «ponerse perdido» es parte del ritual y de la fiesta popular. Así, las manos se tiznarán del carbonizado calçot, la boca, los baberos o la camisa embadurnados del color de la salsa, de un rosado fuerte.
Se acompaña siempre de vino de porrón, con lo que te vuelves a «repintar» con el vinazo de color nazareno, a no ser que se tenga excelente puntería. Hay en estas calçotadas gente de toda condición social y todos ellos unificados por las múltiples manchas.
Aquí, la arruga no es la bella, sino la mancha.
Texto: Mikel Corcuera y Eduardo Bueso. Fotos: Eduardo Bueso (copyright)
Salsa «salvitjada», similar a la salsa romesco o romescu. (Foto: Eduardo Bueso)