Hay un dicho francés enormemente clarificador pero también controvertido: “no hay una buena comida sin queso ni un festín sin ostras”. Habría mucho que discutir en el caso de las ostras, que encierran en sí mismas todo un mundo contradictorio de apetencias. Adoradas por unos (como el que esto suscribe) y detestadas por otros, lo más aconsejable es no confeccionar un banquete en el que se incluyan, si no se quiere que buena parte de los comensales se queden in albis. Sus razones tendría Jonathan Swift cuando dejó escrito en su obra Una conversación amable: “hombre osado fue el primero que comió una ostra”. El rechazo inicial de quien nunca las ha probado es inevitable, como sucede muy frecuentemente con sugerentes bocados como los caracoles, los percebes, la negra tinta del chipirón, las angulas o incluso el caviar.
Las ostras además de ser todo un rito del lujo, del glamour y del placer no meramente culinario, constituyen el símbolo más reconocido de la más que discutible cocina afrodisíaca e involuntarias protagonistas de mil y una historietas, reales o ficticias, prosaicas o poéticas y, por supuesto, cinematográficas, en las que el pecado de la gula se hermana con la lujuria. Se cuenta que María Antonieta se hacía traer a su palacio carros enteros de este molusco para estar en plena forma amatoria. ¿Y quién no ha oído hablar de las “ostras recibidas de la boca del amante”, célebre receta del gran conquistador Casanova, con la que sedujo a más de una novicia?
En este sentido, la anécdota más concluyente, es la que nos relata Isabel Allende en su delicioso libro Afrodita, que hace referencia a la frívola hermana de Napoleón, Paulina Bonaparte. “La cual regresó a Europa con cuatro esclavas africanas para su servicio y un negro guapo y fornido, que cada mañana la transportaba en brazos desnuda a la bañera y le daba su desayuno: ostras frescas y champagne”. Claro, que en esas circunstancias ¡quién puede negar el poder afrodisíaco de las ostras!
Históricamente las ostras se han identificado con la máxima glotonería. Como prueba más expresiva, el famoso lienzo de Troy llamado “Déjeuner d´hûitres” (almuerzo de ostras), que muestra a un hombre robusto sentado a la mesa, servilleta al cuello, dispuesto a zamparse más de un centenar de ostras frescas. La contradicción antes sugerida se cifra en saber si son compatibles los excesos sexuales y estomacales.
El que fuera llamado “cínico del tenedor”, Grimod de la Reyniére, separa completamente los placeres de la mesa y los del lecho. Dice al respecto: “los placeres que procura la buena comida al rico goloso, deben pasar al primer plano, pues son mucho más largos y sabrosos que los que se disfrutan infringiendo el sexto mandamiento”. Sin embargo, reconoce el valor de las sustancias estimulantes cuando señala: “En cocina, como en amor, una ayuda no hace daño”, prosiguiendo más adelante: “pero el goloso no acude a la farmacia a buscar afrodisíacos. Si las circunstancias le obligan, los encontrará en la cocina más fácilmente que en la botica”.
Texto: Mikel Corcuera (Premio Nacional al mejor periodista gastronómico – País Vasco)
Fotos: Eduardo Bueso