Vichyssoise casera, servida en una vajilla (de los años 80) del parisino Hôtel Meurice, adquirida en un anticuario de la capital francesa. (Foto: E. C.)
Desde San Sebastián
Por Mikel Corcuera
Premio Nacional de Gastronomía
Debo confesar que tengo un apasionado amor por las sopas o cremas frías, incluso en pleno invierno. Ya no digamos cuando aprietan los calores y casca Lorenzo. Allí donde vaya tengo que probar sobre todo las especialidades locales o las que, por mor de la globalización se expanden por el planeta, sobre todo en la urbes más cosmopolitas. Así por ejemplo, en mi primer viaje a París con un par de coleguitas de la Universidad pucelana, en verano de 1967, por supuesto los tres con pocas perras, fijamos nuestra residencia en lo más barato que encontramos. Un trotero albergue en el corazón mismo del animado Barrio Latino, que curiosamente se llamaba: “Foyer des etudiants protestants”. Sito en la serpenteante rue Vaugirard, (bordeando los maravillosos jardines de Luxemburgo) que con sus 4.360 metros es la calle más larga de París.
Comíamos y cenábamos, casi siempre, en una cercana y entrañable tabernita, que no llegaba a la categoría de bistrot, pero quien allí cocinaba, con sencillez, buen gusto y oficio era una venerable y anónima ama de casa, Madame Colette, que nos cuidaba como una madraza. Dos de sus ricuras: el mejor pollo asado que jamás he vuelto a comer y sobre todo una deliciosa sopa fría, la vichyssoise. De puro terciopelo, elegante y gustosa como pocas.
Pero donde más he disfrutado de estas cremas y sopas frías es sin duda en todo el sur hispánico. Sobre todo en Andalucía donde proliferan incontables tipos de gazpachos, similares pero bien diferentes en cada pueblo y con oficiantes que aportan siempre su sello personal. Podemos comenzar por una distinción esencial que son los gazpachos de antes de llegar los productos americanos y los posteriores. Se encuentran entre los primeros: el ajoblanco, que algunos estudiosos lo encuentran inspirado en cierto modo en la cocina de la Roma clásica, en concreto, la “Sala Cattavia” de Apicio. El más famoso, el ajoblanco malagueño, una emulsión con pan remojado en agua y vinagre con aceite, almendras y ajo. Triturado en el mortero, se pasa a un cuenco y sin dejar de batir se añade agua fría hasta logran un sutil cremita o sopa que se sirve con alguna fruta, sobre todo uvas.
Componentes de la vichyssoise realizada en casa. (Foto: Eduardo Bueso)
La llegada y sobre todo la implantación posterior, ciertamente muy tardía, de las verduras procedentes de América, como el tomate y el pimiento, transformó radicalmente estas sopas frías. El gazpacho andaluz en general, el cada vez más de moda salmorejo cordobés (que me chifla), la porra antequerana, el zoque malagueño, o la porra fría de Málaga una emulsión de pan con aceite y ajo a la que se añade tomate.
Pero seguramente, para mencionar a lo más impactante en su día en este tema, hay que evocar a la capital del ajo, las Pedroñeras (Cuenca) donde, el que ha sido uno de los cocineros más interesantes del País, Manolo de la Osa del añorado restaurante «Las Rejas» se atrevió, allá por los años noventa del pasado siglo, a hacer una versión fría de las sopas de ajo y servirlas en una copa de Martini. Al respecto, mi buen amigo y crítico gastronómico Juan Antonio Díaz (Nono), toda una autoridad en lo referente, sobre todo, a la culinaria castellano manchega, en un sentido artículo, tras el cierre del establecimiento manchego, decía entre otras cosas: “Para Brillat-Savarin, el descubrimiento de un nuevo plato confiere más felicidad a la humanidad que el de una nueva estrella. La sopa de ajo morado, registro personal de Manolo de la Osa, haría feliz al autor de la Fisiología del gusto. Fría o caliente, esta genial receta, cuya base es el condimento más humilde de la cocina española, diurético para Hipócrates e ideal para las mordeduras de víboras según El Corán, representa al tiempo la más rotunda negación del minimalismo que invade a la gastronomía actual”. “No es extraño”, prosigue Nono que: “…en la Antigua Grecia la palabra que designaba a un cocinero, un carnicero o un sacerdote era la misma, mageiros, palabra con las mismas raíces etimológicas que magia”.
Acercándonos a la actualidad, es necesario destacar que, en el flamante restaurante bilbaíno «Atelier Etxanobe», Fernando Canales prepara un atípico ajoblanco, en el que la liliácea se sustituye por trufa y se acompaña de espárragos y gambas. Así como, en el pujante «Galerna» del barrio de Gros donostiarra, los jóvenes, Rebeca Baraica y Jorge Asenjo, nos han vuelto a camelar con dos de sus mejores creaciones sobre el tema en cuestión: “ostras con ajoblanco y helado de apio” y el salmorejo de remolacha (en verano con tomate verdadero Km 0) y helado de queso de cabra, con hierbas y brotes Y muy cerca, en el bar «Hidalgo 56″, el incombustible cocinero Juan Mari Humada nos ha encandilado con propuestas tan sugestivas como: el Sashimi de bonito y gazpacho de frutos rojos y un atinado mestizaje: Salmorejo con txangurro.
Texto: Mikel Corcuera. Fotos: E.C. y Eduardo Bueso. Texto y fotos: copyright
Portada del interesantísimo y bien editado libro escrito por Manolo Gonzalez sobre Juan Mari Humada. El chef donostiarra nos propone Salmorejo con txangurro.